Ausencia del Estado y resiliencia comunitaria en Colombia
“Casi todos los Presidentes de Colombia han provenido de unas 30 familias”, me dijeron durante mi reciente visita al país, “pero éste es diferente”. La elección de un presidente progresista, junto con una vicepresidenta afrodescendiente y mujer, marca un precedente en un país donde los hombres blancos y mestizos han dominado continuamente la política.
Es posible que los funcionarios elegidos ahora provengan de entornos menos privilegiados, pero gran parte del aparato estatal sigue en manos de las élites, al igual que muchos de los medios de comunicación, y estos actores, al parecer, pueden frenar el progreso, independientemente de las intenciones de los funcionarios electos.
La larga historia de conflicto armado de Colombia, que involucra a fuerzas gubernamentales, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y una multitud de otras insurgencias rebeldes, grupos paramilitares y bandas criminales, ha abarcado más de 60 años y causado la muerte de más de 260,000 personas, además de más de 8 millones de personas desplazadas.
Reflejando un contexto más amplio de discriminación y exclusión en Colombia, Afrodescendientes y Pueblos Indígenas en las zonas rurales han sido desproporcionadamente afectados por la violencia, con muchas comunidades siendo blanco de ataques y desalojos forzosos de sus tierras por parte de grupos rebeldes, paramilitares y bandas criminales que buscan controlar sus recursos.
Esta semana se conmemora el octavo aniversario del histórico acuerdo de paz firmado el 24 de noviembre de 2016 entre las FARC, el grupo armado más grande existente en ese momento, y el gobierno colombiano. La idea era, según entiendo, que, si se neutralizaba al mayor grupo armado, otros grupos más pequeños (con motivaciones muy diversas, de hecho) también cederían.
Sin embargo, en 2023 y 2024, las muertes relacionadas con el conflicto siguen siendo alarmantes. Áreas que aparentemente estaban bajo control seguro del gobierno han caído nuevamente en manos de grupos armados.
Durante mi visita a Colombia la semana pasada, me dijeron que grupos armados estaban amenazando a comunidades Afrodescendientes en un suburbio de la capital, Bogotá, en escalofriantes recordatorios de lo que ocurre en regiones más remotas: cruces marcadas en puertas y advertencias a las comunidades de que “las personas negras deben irse.”
En los ocho años transcurridos desde el acuerdo de paz, la mayoría de las regiones afectadas por el conflicto siguen siendo rurales y remotas. El hecho de que la mayoría de estas áreas cuenten con grandes poblaciones Afrodescendientes e Indígenas no es, por supuesto, una coincidencia. Los grupos armados prefieren estas áreas periféricas, con sus menores inversiones en infraestructura, a menudo cercanas a fronteras, ríos o costas que facilitan el acceso, así como comunidades locales con poca confianza en las autoridades. Casi todas las personas con las que hablé en Colombia mencionaron la necesidad de ‘autoprotección’: mecanismos no armados de autocuidado y protección ancestral que ayudan a las comunidades a defenderse sin recurrir a las autoridades. Estos sistemas buscan ser preventivos, usando la disuasión para mantener el orden y la justicia, manteniendo a las comunidades distanciadas de las fuerzas estatales, que son vistas como agresivas y violentas, y cuya intervención probablemente resultaría en más daño que beneficio.
El hecho de que la Policía Nacional de Colombia esté adscrita al Ministerio de Defensa es diciente. Los colombianos Afrodescendientes e Indígenas continúan siendo perfilados racialmente y víctimas de brutalidad policial. Décadas de actividad dirigidas a enfrentar las brutalidades extremas del conflicto armado colombiano han dejado a la fuerza policial sin ningún tipo de preparación para interactuar en un ethos de servicio, en lugar de ejercer control mediante el miedo y la fuerza, con la diversidad de los ciudadanos colombianos. Esto incluye no solo a los Pueblos Afrodescendientes e Indígenas, sino también a mujeres y personas LGBTQI.
Durante el último periodo presidencial, el Estado perdió la oportunidad de instalar una presencia estatal incluso simbólica, o de mejorar las oportunidades en las áreas donde los excombatientes de las FARC se desarmaron y se reintegraron a la vida civil. Un activista y defensor de la paz con el que hablé me dijo que, mientras su organización estableció más de 40 proyectos para aumentar ingresos y ofrecer oportunidades de empleo, educación o gobernanza local, el Estado, en el mismo período, sólo puso en marcha tres proyectos similares.
Esto ha dejado un vacío en estas áreas, y, con el Estado efectivamente ausente, los otros grupos armados restantes (algunos con motivaciones principalmente políticas, tanto de derecha como de izquierda, y otros que son simplemente bandas criminales) han aprovechado la oportunidad para moverse a las áreas que las FARC dejaron vacantes, oprimiendo y aterrorizando a las poblaciones locales. De hecho, las FARC estaban reprimiendo la expansión de grupos armados rivales mientras defendían su territorio.
El Estado, habiendo neutralizado la amenaza de su principal enemigo, ahora tiene más de ocho nuevos enemigos a los que enfrentar militarmente o con los que negociar la paz. Estos grupos armados se han expandido rápidamente, en parte porque los jóvenes de estas áreas carecen de acceso a oportunidades, lo que los hace muy vulnerables al reclutamiento por parte de estas bandas armadas, que ofrecen un salario regular; algo que ninguna otra opción disponible les proporciona. Los grupos armados restantes se benefician de la ausencia de las autoridades y del Estado de Derecho para lucrarse con el tráfico de personas y drogas.
La tragedia definitiva de esta situación es el sufrimiento de las comunidades afectadas, principalmente de Pueblos Afrodescendientes e Indígenas. Me contaron sobre una mujer de 74 años que sufrió múltiples violaciones en las últimas semanas, un ejemplo atroz, pero la violación y el abuso sexual son extremadamente comunes, parte de una estrategia deliberada para aterrorizar a las poblaciones y someterlas al control y apoyo de las fuerzas ocupantes armadas. Este terror es generalizado, y la mayoría no tiene otra opción más que someterse en un país con una de las tasas más altas de asesinatos de personas defensoras de derechos humanos en el mundo.
Colombia es un país vibrante y diverso con mucho potencial. Tiene líderes y lideresas emprendedores e imaginativos, más abiertos a la diversidad (en todas sus formas) que nunca antes. Ha sido sede de eventos internacionales, incluida la Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica en Cali, hace unas semanas, pese a que algunas de las áreas más biodiversas del país no están, de hecho, bajo control del gobierno.
Al salir de Colombia después de mi breve visita, siento que apenas he arañado la superficie de su complejidad, del proceso de transición y de los ciclos persistentes de violencia, marginalización y sufrimiento que son extremadamente difíciles de romper. No estoy segura de que el coraje, la imaginación y la determinación de quienes buscan el progreso sean suficientes para impulsar reformas, lograr la paz y el desarrollo, y poner al país en una trayectoria más positiva.
Pero el hecho de que una comunidad negra pueda rechazar a la policía, manteniendo el orden sin armas únicamente mediante estructuras y métodos tradicionales; que las comunidades puedan convertir su conocimiento de los bosques y costas en ingresos vendiendo hierbas, cúrcuma o té de coca; y que las sobrevivientes de horrendos abusos sexuales no solo puedan sobrevivir, sino también prosperar y cuidar de comunidades enteras de personas afectadas de manera similar, es un testimonio de que la esperanza para Colombia reside tanto en su gente como en su Estado. Para estas comunidades, la prolongada ausencia del Estado les ha brindado una oportunidad para una autodeterminación muy significativa y de una naturaleza bastante particular.
Imagen destacada: Puesta de sol en el río Atrato, en el pueblo de El Carmen del Darién, Chocó, Colombia. Crédito: Livia Saavedra.